martes, 26 de marzo de 2013

Una narración fantástica



Uno de los mejores hallazgos entre los pergaminos de Fray Leandro fue develado por fin. En cinco pergaminos seguidos se narra una de las batallas tenidas entre Trusio y un grupo de rebeldes. En este pasaje Fray Leandro nos demuestra una capacidad de escritura más juvenil y una narración fantástica de acontecimientos. Nuestros expertos piensan que esta etapa del libro de Fray Leandro fue escrito mucho tiempo antes que el resto. A continuación el relato:

Sencillamente no hay nada bueno en la guerra.




Corría el año de nuestro señor 1360 cuando los rebeldes del norte regresaron de su destierro y atacaron el reino de Trusio durante el reinado de Flacio. Por ese tiempo yo ya era el consejero de este monarca y se me preguntaba por todo suceso que aconteciera en el reino dada la confianza que había sabido ganarme en la corte. El General Bernardo el Fiero se presentó ante el Rey Trusio tiempo después que comenzarán las primeras revueltas al norte del reino.



Su majestad —dijo el general al mismo tiempo que se quitaba el casco de la cabeza —los rebeldes han tomado todos los poblados del norte y han matado a mujeres y niños sin permitir tregua alguna.



El rey Flacio siempre había demostrado ser un monarca piadoso, pero ante la noticia que acababa de recibir no hizo más que explotar en toda suerte de groserías que lastimaron los oídos de todos los de la corte. Los míos creo yo fueron los que más sufrieron al ser yo un hombre de Dios. Lo siguiente que la corte escuchó de la boca del rey, algunos tuvieron que destapar sus oídos para oírlo, fue que el reino de Trusio iba a sacar sus máquinas de guerra. El primer ofendido ante esta noticia fui yo mismo.



—Su majestad —le dije —había usted decidido que las máquinas no iban a ser usadas para la guerra más que con su hermano. Los rebeldes no tienen con que defenderse ante estos ataques y su hermano, usted disculpe, si tiene la fuerza para defenderse. Esto es injusto.



—Mi querido consejero —me contestó el monarca con voz enérgica —no hablemos de justicia ahora. ¿Dígame usted si fue justo que los rebeldes asesinaran a mujeres y niños indefensos en los poblados?



A decir verdad el monarca me había dejado sin ningún argumento y no tuve más remedio que agachar la cabeza y volver a mi lugar. Mis más antiguos temores sobre el uso de las máquinas en la guerra se iban a volver una triste realidad y esa noche no pude dormir pensando en las consecuencias que la decisión de mi rey tendría en esa batalla. Tan solo 48 horas después recibiríamos el informe de la batalla que se había librado contra los rebeldes con una narración fantástica por parte del cronista del ejército.



El General Bernardo el Fiero salió esa misma tarde con 200 hombres de a caballo, 500 hombres de a pie y 25 máquinas de guerra. Estas horrendas monstruosidades de metal eran llamadas por los ingenieros, sus creadores, Elefantes de Metal o simplemente Demoledores. Eran monstruosas máquinas de metal con un grosor de 25 centímetros en toda su coraza. Estas máquinas eran movidas por una mezcla de gases que, según me explicó un ingeniero que se volvió buen amigo mío, movían una serie de engranes de la misma forma que un péndulo mueve un reloj, pero utilizando la fuerza de la presión contenida del vapor de agua. Hacían que el agua hirviera por medio de calor dentro de un gigantesco recipiente de metal y después soltaban un ligero hilo de vapor sobre un engrane con lo que giraba de la misma forma que un molino por la acción del viento o el agua. Los engranes movían otros engranes que a la vez también movían las ruedas que hacían que la máquina se desplazara. Ahora entiendo un poco como funcionaban y me parecen ingenios de la trastornada mente humana, pero en su momento solo me parecían obra del demonio.



Los Elefantes de Metal tenían un artilugio que también funcionaba con vapor de agua y que era capaz de lanzar bocanadas de fuego de las fauces de la máquina. Este mismo aparato también era capaz de lanzar bolas de caucho ardiendo rellenas con alcohol que explotaban al chocar contra algo. ¿Cómo podrían defenderse contra esto hombres que solo tenían espadas y arcos?



El General Bernardo el Fiero llegó hasta el campo de batalla por la mañana y alcanzó a ver a los rebeldes aún sumergidos en sus sueños. Tan solo un pobre vigía encaramado en lo alto de una torre de madera toscamente construida alcanzó a ver el gran ejercito de Trusio y no fue capaz de hacer nada al quedarse perplejo ante la imagen de los Elefantes de Metal. Al fin otro vigía dio la voz de alarma con un viejo cuerno que movió los tímpanos de los oídos de todos los presentes. Miles de hombres se levantaron de súbito para solo encontrase con bolas de fuego ardiente cayendo a diestra y siniestra. Muchos murieron en cuestión de segundos y el General Bernardo se sentía dichoso de no tener que luchar esa mañana.



El General rebelde no se inmutó ante la visión de las máquinas que a sus ojos eran demonios a las órdenes de Trusio. Como un centinela el general rebelde ordenó a la caballería que montara y saliera a todo galope del alcance de las máquinas dejando atrás a más de la mitad de sus hombres. El General Bernardo viendo como huían detuvo el fuego de las máquinas y ordenó a la caballería pasar por la espada a todos los sobrevivientes del campamento. Esa misma tarde el General Bernardo descansaba en la propia casa del General rebelde mientras veía las llamas de una enorme fogata en la que se quemaban miles de cadáveres rebeldes y algunos hombres de Trusio. El General Bernardo ordenó a sus hombres destapar todos los barriles de vino y celebraron durante toda la noche. Los gritos y algarabíos se escuchaban en todo el campamento. Esta alegría fue escuchada por un hombre en lo alto de una colina que después de sonreír para sí mismo tomó la rienda de su caballo y dio media vuelta perdiéndose en la oscuridad de la noche.



A la mañana siguiente el General Bernardo, según el mismo me contó una noche de copas, se despertó con la resaca más fuerte que había sentido en su vida. Eso después no fue cierto porque hubo otra mañana donde despertó peor. Lo único que el General Bernardo pudo sentir al despertarse fueron unas ganas terribles de ir al baño. Sus ojos no le dejaban ver nada, siempre que tomaba se le nublaban por horas. El General Bernardo se tambaleó hasta la salida de su tienda y se dispuso a hacer sus necesidades cuando sintió una navaja colocarse en su barbilla.



—No haga eso General —le dijo una voz desconocida.

—¿Quién anda ahí? —fue la respuesta normal del General Bernardo ante la situación.

—Digamos que usted está durmiendo en mi casa sin haber sido invitado —le contestó la figura borrosa que estaba frente a él.

—Me tiene a su disposición —dijo el General Bernardo —estoy desarmado e indefenso. Puede matarme y más vale que lo haga.

—Yo no soy como usted —contestó el general rebelde —yo no mato personas indefensas. Usted no tiene arma para defenderse y no está listo para luchar. No. Yo no soy como usted.



La figura borrosa se perdió tan fácil como había llegado y el General, según me contó, sintió la vergüenza más terrible que había sentido en su vida. Eso de igual forma después no fue cierto porque hubo otro día en que sintió mayor vergüenza. Lo siguiente que el General Bernardo recuerda es una terrible explosión a derecha, otra a izquierda y después alrededor de 23 explosiones más a todo alrededor. Bernardo se arrojó al piso con el pantalón bajado y se tapó los oídos. Un par de horas después cuando recuperó la vista lo único que miró fueron todas sus máquinas destruidas, la mitad de sus hombres decapitados y la otra mitad saliendo tambaleantes de sus casas de campaña todavía adormilados por la resaca de la noche anterior. Sus hombres apenas salían a ver qué había pasado.



Aquella tarde cuando el informe llegó a manos del Rey Flacio se volvieron a escuchar cientos de palabras altisonantes que hicieron que los miembros de la corte volvieran a tapar sus oídos. Se podría decir que después de aquello el General Bernardo aprendió dos grandes lecciones: no subestimar al enemigo y no volver a beber durante le guerra. Se podría pensar eso, pero no aprendió ninguna de las dos.



Con esta batalla, me avergüenzo de decirlo, pero me sentí muy alegre. El motivo de mi alegría era que habita tenido razón al final de todo: la astucia natural del hombre es más peligrosa que sus creaciones. Aunque ambas vienen de la misma cabeza: una es natural y otra no.

La guerra solo genera destrucción.




Después de esta narración fantástica he de decir que aún quedan algunos pergaminos más de Fray Leandro por resolver, pero poco a poco vamos mejorando la técnica que saca las palabras de los pergaminos roídos por el tiempo. Sobre el libro perdido del Relojero que Daniel escribió, la pista se hace cada vez más evidente y casi estamos por localizarlo. Hemos encontrado algunos libros perdidos en la vieja biblioteca que se mencionó en anteriores entregas.



Esta historia continuará…

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